La Navidad llega como un reclamo para los que todavía tienen Fe, no sólo en lo que a ella se refiere, sino en el ser humano en general.
¡Cómo podemos vivir una Navidad alegre!, cuando millones de niños están desarraigados o tienen hambre. Es una Epifanía tan gris, como las cenizas de los volcanes, tan fría como los amaneceres sin esperanza. Contrasta la falsedad de los escaparates dorados, con la melancolía del nacimiento fuera de contexto, donde las letanías, el culto y los rituales, llaman al cristianismo más puro, en medio de la vorágine de un ser humano, que ha roto la cadena de la evolución del espíritu. Parecía que las guerras traerían la justicia, que las leyes llevarían al orden, pero he aquí que ellas, tanto las que legislan los humanos como las otras leyes, las de la naturaleza, nos llevan conjuntamente a la destrucción de los cuerpos y las mentes, sin que el hombre, nada pueda, ni haya querido remediar.
Esta Navidad me coje triste, desubicada, inmersa en el despiste existencial. Me sorprenden estas fechas, falta de energías, atónita y cada día más renegada de nuestra condición.
El horizonte desde mi ventana me revela puntos de colores y brillos, de las personas que sin creer de verdad, ni practicar, intentan llamar la atención de unas vacaciones especiales, pero dentro de sus corazones, no hay noches buenas. Las noches buenas son para los que comparten, se reconcilian, aman sin ninguna condición. Para los que cada día sienten dolor de sus hermanos y los que, según sus capacidades, sienten la llamada del amor. El amor de la Navidad abarca no sólo a nuestra familia, nos llama a querer al hermano, al amigo, a todos los que han contribuído a nuestro bienestar.
Parece una bufonada, oír las musiquillas desafinadas que salen de las esquinas de las calles de las ciudades, a través de unos altavoces viejos y cansinos, que más bien nos recuerdan lo repetitivo de unos días, donde las fiestas te llaman a revivir la visión de una cáscara, una falsa envoltura, que esconde la lejanía del significado real del cristianismo. Iremos a todos los rituales de los que visten y desvisten a los santos, iremos a comprar el regalo fantasma que a nadie satisface. Nos reuniremos con la máscara del triunfo, pero el corazón no siente la alegría de la Fe, esa que llega tras el perdón, el calor, la sinceridad y la verdadera entrega de nosotros mismos. No me refiero a los corazones encallecidos, ni menciono la ambición y la mentira, me estoy refiriendo a que nadie se rasga las vestiduras ante el genocidio de las naciones beligerantes, nadie sale a la plaza a entregar los oropeles a los pobres, nadie diseña un futuro real para los seres humanos. Se insta a los particulares a ser generosos y nos ponen imágenes en las televisiones de niños desnutridos y enfermos. Pero la economía global no se hace eco, tampoco las diversas religiones. Vemos como se aplican pequeños balones de oxígeno, fruto de la caridad y las misiones en el mundo. No es suficiente, no nos reconocemos como hermanos. Los que más tienen sufren sordera crónica. No sé como no se nos cae la cara de verguenza. ¡Qué estamos haciendo mal!, quizás la respuesta nos la dé la inocencia de un niño semidesnudo nacido en un portal, que nos está invitando a la renovación interior, para que la Navidad tenga de nuevo un sentido.
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