Los sabios más extraordinarios sabían que era más difícil vencerse a sí mismo que someter a los demás. Fuí pupila, servidora, payaso, paño de lágrimas, yunque, pinche entre otras cosas y comencé a subir la colina del arduo trabajo. Me investí del pequeño poder de la disciplina. Mis herramientas eran la veneración y el amor a Él. Lo presencié dentro y fuera de mí. Sin presunción, me convertí en su mano de acción. La humildad me atraía pues esa era su virtud. Fui discípula inocente, y flor pisoteada en el asfalto. Mi principio de generación era recuperar los trozos caídos de mi torre piramidal, construida con mis manos día a día. Y después de tantos años, el reflejo de mi cara en el cristal, no pertenecía a raza alguna y tenía que salir a la calle disfrazada de normal. Mimetizada ante el fatuo y el envidioso, mostré mi mejor cara del fracaso. Pronto me sobrevino la ironía y comencé a leer sin gafas, a presentir la burla y la malicia. Ya no alucinaba ante nadie y llovían en mi cabeza las gotas de la autenticidad. Me sobraba todo y no necesitaba nada, mas nunca me despojé de los recuerdos. Amaba lo vivo y lo muerto. Lo uno me hablaba, lo otro me hacía llorar. Me convertí en coleccionista de pequeñas memorias vívidas. Ya no me resultaba difícil no volver la cabeza atrás en pos de mejores esfuerzos y generosas energías. Ya podía convertir las lágrimas en el sudor de los corredores. Comenzó mi pequeño poder de crisálida transparente y perseguí el aura dorada de la superación sin pretensiones.
- radiogaroecadenase
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