
Era durante los veranos de mi niñez, cuando se estrenaban las sandalias propias del estío y elegías bañador en el Cortefiel de la Calle Castillo. Todavía pasaban los coches por esta legendaria calle comercial de Santa Cruz. Yo vivía en La Salle, enfrente de San Ildefonso donde estudiaban mis hermanos. Cuando apretaba el calor, solía pasar la furgoneta de los helados «California», de dudoso valor nutritivo, habían conseguido, no obstante, una fórmula que volvía locos a los niños, y no había ningún padre que no les diera unas pesetas, para que pudieran adquirir los cucuruchos de esa «Ice Cream» que traían una variedad de dos o tres colores. En aquellos años, yo no sabía que al despertar de la pubertad, me iba a concienciar de lo duro que podía ser observar el mundo que me rodeaba, y que hasta entonces, yo había vivido como un universo de color y fantasía. Más allá de mis perfectas y entregadas profesoras, y de las tardes de domingo, en los cines de mi ciudad capitalina de provincia, mi madre nos llevaba antes de ir al cine, a la ya extinguida dulcería Moreno en «La Rambla» por donde estaba el también famoso estanco «Conchita» y entre dulces, bocadillos y oranges cruz, vivíamos algo así como un Alicia en el País de las maravillas. Luego el lunes volvíamos al cuaderno de tareas del verano, y casi a diario, al baño de la tarde en el Club Náutico, donde las cestas más primorosas de la merienda las llevaba mi madre. Todo el mundo percibía la diferencia de los termos de algo caliente y el bocadillo que proporcionaban a los niños las cabeza de familia, a la perfecta tortilla española, los bistecs empanados, el chocolate con leche, y otras delicias que cuando salían de la cesta de mimbre que portaba mi madre, todos miraban atónitos. Mi madre preparaba estas viandas para la merienda, después de haber almorzado como principitos cualquier menú preparado por ella y por mi abuela. Creo que he podido aguantar con resignación todos los avatares que me han acontecido porque tuve una infancia feliz. La musiquilla de los helados California era alegre e inequívoca y ahora la he recordado, al ver las imágenes tristes de los incendios del estado norteamericano, que lleva el mismo nombre. Ayer fue mi onomástica y la he celebrado con mi madre de manera íntima, con nadie mejor para hacerlo, que al lado de ella. Es lo único que me queda de los días en el paraíso, cuando todavía no era consciente de las grandes tragedias de la humanidad. En aquellos años yo creía en los héroes, en los santos y en las figuras de referente ejemplar ya fueran hombres o mujeres. Siguen habiéndolos, pero en el presente, el de las jornadas de concentración y recogimiento, vienen hacia mí, las noticias diarias, muy malas por cierto, y no puedo evitar recordar los mejores días de mi vida.
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