En un país del hemisferio Norte, muy al norte, suben al tren, los inmigrantes que llegaron en su día a través de las puertas del Mediterráneo y del Atlántico, que límitan con la ensoñada Europa. Pudieron llegar a las naciones que visualizaron desde Africa, como la solución a sus ansias, de poder integrarse en el mundo que han elegido para su propia realización. Viven fuera de la capital donde trabajan y se dirigen a los pueblos en los grandes campos, que ahora en verano son objeto de disfrute, para pescar en sus ríos y lagos; vivir en familia, recogiendo bayas y frutos rojos, mientras se airean las residencias de verano y se sacan alfombras y cortinas al sol.
Y en ese vagón, de esos trenes que recorren, transversalmente los países y los cruzan de lado a lado y de Norte a Sur; en uno esos estados, ahora los más civilizados del mundo, suben a los vagones chicas políglotas y jovenes curiosos de la vida activa de la capital. Y sube al tren un veinteañero con su perro sin más, el perro como viajero que no molesta, sin que nadie lo cuestione o lo eche, se acurruca a los pies de su dueño, y siguen subiendo y viajando jóvenes cuyas primeras ilusiones, ahora se tornan en una realidad, pero más atenuada por el esfuerzo del trabajo logrado y los proyectos materializados en jornadas de esfuerzo y planificación.
Y dormitando, mientras la mirada se pierde tras los cristales, en unas noches de tempranos amaneceres de viva luz, el mundo es de los que se aferran a un futuro inmediato.
Sueños, que hacen que el esfuerzo de la espera, y oyendo el chirriar del tren, valga la pena para esos jóvenes, libres jóvenes, cuya disciplina es impuesta por años de oportunidades y disciplinas mil. Acostumbrados a las grandes distancias, para ellos no hay obstáculos en cada parada y cada llegada a una estación cualquiera, donde siempre hay alguien que espera. Unos brazos que se abren para el acogimiento cálido, un complice de amor que recibe, para que continúe la cadena del amor. Y la vida transcurre en un vagón de tren, donde el cuerpo duerme con los ojos semiabiertos, pero la mente bullendo a la gran temperatura de la prisa y la pasión de cada joven, los que se aferran a su destino, tan incierto como los sucesos aleatorios que le ocurrirán mañana, y tan cierto como la fuerza de la voluntad que le lleva a dar los primeros pasos para forjar los pilares, donde se construirá su vida en uno de los rincones de la Europa más soñada ahora palpable, conseguida y convertida en realidad.
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